lunes, 18 de marzo de 2013

3 D

Mi corazón palpitaba como una máquina de vapor. Sentía como el sudor resbalaba  por la cara. El deseo convertido ahora en vicio corroía todo mi ser. Calor, hacía mucho calor. Mi lengua buscaba desesperadamente fundirse en su boca para entrelazarse en un beso interminable. Su cuerpo y el mío convertidos en una bola inconexa de miembros ansiosos de placer.

Solo unos segundos más, era todo lo que pedía en esos momentos de lujuria. Que delicia estar tan cerca de volver a tener un …

Pspsps. De repente, se apagó la luz y ella ya no estaba allí. Tumbado, desnudo con las gafas de realidad virtual, había perdido la maldita conexión que me dejaba tirado en la cuneta. De nuevo abandonado, necesitado y solitario de tanto supuesto amor, aparente, irreal… imaginario.

Aerofobia


En el viaje de ida, el panorama era de auténtico terror. El ataúd volador parecía llevarles a una muerte segura. Lo peor era no tener un desenlace rápido; parecía que los pilotos se burlaban de los pasajeros, sometiéndolos a violentos bandazos para alargar la agonía. Cuando la situación daba algo de tregua, los condenados se dedicaban a resoplar y beber líquido, para reponerse. Aquéllos a los que Arturo alcanzaba a ver, tenían las uñas enterradas en los duros brazos de sus asientos, pensando que, quizá, éstos los salvasen si el avión se estrellaba. En cabina, el comandante López disfrutaba, porque, si salían de ésta y lograba tomar tierra, quedaría como un auténtico héroe, y hasta le aplaudirían al aterrizar.
El primer intento de aterrizaje fue, para Arturo, como si le arrancaran la vida y, con la misma, antes de darle tiempo a morirse, se la incrustaran otra vez. Cuando el avión se lanzó en picado sobre la pista, sin previo aviso, y una fuerte ráfaga de viento lo lanzó, lateralmente, hacia el mar, los gritos fueron reemplazados por un silencio sepulcral, pues todo el mundo se daba por muerto. Pero López era muy bueno, y logró levantar el aparato. Las azafatas trataban de recomponer a los pasajeros en peor estado, es decir, a aquéllos que aún no habían perdido el conocimiento. López volvió a encarar la pista y, no sin dificultades, el avión embistió contra el asfalto en un fuerte estampido que, poco a poco, fue reanimando a los desechos humanos. El comandante consiguió su propósito: una prolongada y emocionante salva de aplausos acompañaron la triunfal entrada del avión en la plataforma de estacionamiento.
-          “¡Maldito sádico y jodidos retrasados!”, murmuró Arturo.
En el viaje de vuelta, por una de esas carambolas casuales, les dio la bienvenida a bordo el intrépido López, pero, con un tiempo tan bueno y conociendo su pericia, lejos de inquietarse, Arturo se sintió muy tranquilo. Son los caprichos derivados de las diferentes perspectivas con que se miren las cosas.

Compinches en la soledad


Sentado en la barra, con la cerveza espumeante tenía que matar el tiempo. Me fijé en un tipo que estaba al otro lado, justo en frente. Estaba solo y consultaba compulsivamente su reloj de pulsera. Enseguida me identifiqué con él. Quizás por instinto se sintió observado y me miró desafiante con un qué coño miras. Previsoramente retiré la mirada y disimulé con un sorbo de cerveza. Los reflejos de los múltiples cristales me dieron otra perspectiva. La botella me lo mostraba regordete, verdoso, hinchado como si fuera a explotar. El servilletero metálico lo revelaba filosófico, inconforme, contradictorio. Posaba su copa a medio consumir dándole una tregua. Miraba a diestro y siniestro buscando a alguien que parecía empecinado en ocultarse, en juguetear con su paciencia. Lo vi cambiar de posturas en su butaca, buscando una comodidad que parecía negársele, como si tuviera hemorroides o ganas de ir al retrete. Castañeaba los dedos de un modo desagradable en un entretenimiento propio de primates. Pidió otra cerveza y se lo pensó a la hora de llenar la copa, como si le diera una orden telepática para que se vertiera por sí misma. Ya resignado, tuvo el desparpajo de hacerme una seña de brindis, con una sonrisa estúpida y desolada. Confieso que no me sorprendió. Levanté la copa al unísono que él y le sonreí displicente. Nos habían dejado colgados otra vez y eso nos convertía en compinches. Beberíamos juntos, en un silencio tácito. Sin preguntas presupuestas. Sin respuestas adivinadas. Beberíamos hasta perder la noción del espacio y del tiempo. Hasta que los camareros nos conminaran con amabilidad a abandonar el recinto. Hasta que se me nublara la vista y  ya me fuera imposible verme reflejado en el espejo. Tan solo.

Culpable


Fue condenado a diez años de prisión acusado de homicidio múltiple involuntario. El día de la Fiesta Mayor, había echado todas las campanas al vuelo. Fue un día muy triste.

El largo tránsito


Diez años después ella le susurró, "Por favor, sea breve". El mago, ante tal sugerencia y debido a la duración de su número, ejecutó un preciso movimiento de manos junto a la cámara en la que se encontraba su peluda ayudante: esta desapareció ante la atónita mirada del público, dejando sólo su poblada barba. Fue entonces cuando el conejo sacó de su sombrero a un elefante cuya expresión de gravedad dejó a la audiencia en silencio.

La expectación despertada por el paquidermo se incrementó notablemente cuando comenzó a bailar una sinuosa danza en el centro de la pista: los espectadores no daban crédito a tal despliegue de exotismo pero el silencio inundó el circo cuando salieron del trance y se dieron cuenta de que donde segundos antes bailaba el elefante, estaba la bailarina y que la nariz se había encogido hasta ser un grácil apéndice facial, que las patas habían dado paso a unas femeninas pero resistentes piernas y que las grandes orejas habían desaparecido bajo unos rizos pelirrojos.

Mientras los espectadores comentaban entusiasmados la pericia del mago, una vieja paloma se posó en su hombro:
- Gracias por su brevedad, Sr. Houdini.