martes, 17 de abril de 2012

Esto no hay quien lo entienda

Claudia, completamente empapada, se sentó en el quicio de la ventana y proyectó sobre él todo su desencanto.

- Carlos no lo hagas. Estoy convencida de que si sales por esa puerta no volveremos a vernos.
- Sabes que no me queda otra alternativa. Es lo mejor para los dos, -contestó él intentando desdramatizar una situación tan incómoda.
- Pero, podemos intentarlo. No hemos tenido tiempo de conocernos. Tal vez si te quedaras…
- No tenemos nada en común, Claudia. Nada que compartir, y además sabes que espacios tan pequeños como éste me agobian, -dijo Carlos antes de apurar la última calada de su cigarrillo.

Tiró la colilla al suelo y la pisó con indiferencia. De un vistazo recorrió la estancia rectangular de paredes transparentes, deteniéndose por un momento en las dos grandes rocas semienterradas en la grava. Habían sido su único refugio durante el poco tiempo que había permanecido allí. Las plantas artificiales, el ruido infernal de aquel motor sin pausa, y el ambiente permanentemente húmedo, habían convertido aquel recinto en un lugar insoportable.
 
- Desde que llegué no he tenido un momento de intimidad, Claudia. A mí no me gusta vivir así y necesito aire fresco. Lo siento pero me voy.
 
Recogió sus cosas del suelo y dando un portazo que hizo retumbar las paredes de cristal, desapareció dejando a Claudia pensativa, sin comprender las razones de su huída. 
Después de todo, ni Claudia ni nadie entendían lo que allí estaba sucediendo porque en una pecera no hay puertas, ni ventanas, ni máquinas de tabaco, y si me apuras, ni sitios adonde ir.

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